Cuando el flamenco vale una pizza y un vino

 Esa noche de 2009, llegué un poco más temprano de lo acordado al depa de mi amiga. Ella también bailaría en el café. Ahí estaban otras dos chicas; faltaba una, que llegaría minutos antes de iniciar el tablao. 

Cuando entré,  las vi en torno al pequeño comedor, con esa actitud tiesa modo sala de espera. Me miraron y alguna tensión pareció relajarse.

¿Quieres un tequila?, corrió a ofrecerme la anfitriona. Eufórica, me bebí el shot casi de una. 

¿Otro? 

Otro. 

Sabíamos que algo no andaba; pintaba para ser una noche en la que el ridículo llevaba altas posibilidades de ser protagonista sobre la tarima, no nosotras. O, bueno, con nosotras, y por eso intentábamos lavar el pesimismo a trago de tequila. 

Nos sentíamos inseguras y abandonadas cual párvulas en bailable: malamente íbamos a clases de flamenco y a la profesora se le ocurrió intercambiar recitales; realmente era ella quien debía bailar esa noche, pero prefirió marchar a otra función fuera de la ciudad, dejando que nosotras, sus alumnas, arregláramos el entuerto. Perdón, la sustituyéramos. 

Ya desde que había que cargar con las tarimas era alerta naranja; que ningún estúpido taxista quisiera subir a cuatro locas maleta al hombro, tablones en mano porque "no llevo espacio, señoritas, si no, con todo gusto".  Chinga tu madre. 

Al fin se apiadaron y un taxi nos llevó. Éramos como esas imágenes viejas de películas sobre desplazados que cargaban con la casa entera, cabeza cubierta, miradas mustias. Qué risa.

Vi claramente el disimulado estupor en la cara del gerente cuando llegamos. 

¿Dónde están "Fuensanta" y "Cayetano"? (les cambiaremos los nombres a la profe y al guitarrista por obvias razones), preguntó, entornando los ojos ("a ver: una, dos, tres, cuatro morras", parecía contar). 

Pfff, ¿cómo que dónde madres están Fuensanta y Cayetano?, pensé. 

¿Que no sabías que vendríamos en su lugar? Se fueron a dar función a "Villa del Orto" (ok, no dije "Villa del Orto", pero igual moría por gritárselo) contesté, ya bastante rebasada mi porción cotidiana de socarronería. 

Ahhh, caray...estemmm...no me avisaron. Yo sólo tenía consideradas a DOS personas. 

Ya estaba. Tú también chinga tu madre.

Como sea, subimos a cambiarnos; mientras tanto, ya estaba a tope caldeado el ánimo entre dos de mis compañeras, una de las que llegamos y la que llegaría a última hora. 

Ya es muy tarde. Yo voto porque "Paquita" (cambiaremos todos los nombres, pues) no baile. ¿Quién me apoya?

Cual conjuro gitano, Paquita apareció con la cara a medio maquillar, las medias puestas, más que lista para sacarse la ropa y cambiársela por el vestido flamenco. 

A esas alturas mi fe y paciencia estaban agotadas, exprimidas, fritas. 

Le hicimos a la mamada de tomarnos las manos pre función: "¡Mucha mierda!" Y vaya que sí. 

Pasó algo que jamás consideramos, había público. ¿Queeee? Sí, público. Eran pocas mesas, apenas unas seis o siete, pero todas llenas de gente bebiendo vino. Joder. Luego nos dijeron que la pista no funcionaba (sí, bailábamos con pista...). Ya, equis, que venga el primer número, vale madres todo... 

Salió equis, inseguro, puesto a alfileres, como ya nos habían acostumbrado...

De pronto, una cacofonía en medio de la voz de Estrella Morente. Algo así como si King Kong o una morsa estuvieran haciendo palmas. Era un idiota compañero de la universidad que había ido a vernos. Con sus manotas torpes intentaba hacernos compás. Aaaaarghhhhhh. 

Mi cierre se bajó, alguien tropezó, una canción saltó en el disco...ya, nada podía estar peor. 

Aplausos, vergüenza, risas tontas, abrazos nerviosos. Eso se había acabado al fin. 

Oigan, chicas, pues...como sólo esperaba a Fuensanta y Cayetano y no a cinco, les tengo esto para ustedes... nos pagó con una pizza y una botella de vino barato. Básicamente, yo ya estaba muerta por dentro. 

Hay un disco que se llama Los flamencos no comen, yo no lo conocía entonces, igual el gerente del café sí, o se sintió muy decimonónico pagando a las flamencas con comida. Por un plato de lentejas te bailo, toma ya. 

Como esas escenas miles más ocurren aquí y allá, pero esta ciudad es muy de "los flamencos no comen" y como que creen que en la alacena del pobre artista hay telarañas y en su refri un limón podrido. Puede que sí. No sé si seré acaso una materialista de mierda,  esas guarradas contribuyeron a mi alejamiento del flamenco local. No es que sea endémico, pero, vamos, es costumbre. Hablo con conocimiento de causa. 

Y así termina la historia de las cinco bailaoras que se comieron to': la vergüenza, el ridículo, la pizza y el vino. 

Olé. 






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